Hace unos años realizaba mi investigación doctoral sobre retablos y representaciones de memoria en Ayacucho. Viví unos meses en la ciudad para estudiar quechua. En ese tiempo habían anunciado una gran charla magistral en la universidad. Me senté a esperar la conferencia que sería en el Paraninfo. Cuando una gran comitiva de señores ingresó a la casona, adelante iba el Nobel y detrás su corte. Un ruido extraño ocurrió y unas voces comenzaron a decir, “los muertos de Uchuraccay piden justicia”, “Uchuraccay, Uchuraccay”, “los muertos quieren justicia…” La comitiva se retiró y la charla se llevó a cabo con un poco de retraso por el incidente.

En el Perú con nuestros difuntos comemos, cantamos, bailamos; a quienes están desaparecidos, los seguimos buscando. El día de difuntos se llevan a cabo visitas interminables a cementerios, se preparan wawas y caballos, los compadres se visitan. A los ancestros se les rinde culto y devoción. Con los muertos no se juega. Es más, siempre aparecen en los debates y pugnas sobre la memoria como las voces que gritaron al Nobel sobre los sucesos en Uchuraccay.

Corrigiendo trabajos de mitad de semestre me topé con la copia de un mensaje en Twitter en el que un joven con mucha convicción escribía: “la muerte (política) a Castillo, es una frase simbólica. La izquierda no lo entiende así porque están acostumbrados a matar gente”. La oración inicial alude al discurso del excandidato de ultraderecha Rafael López de Aliaga, quien en un mitin a favor de Keiko Fujimori en el Paseo de los Héroes Navales terminó pidiendo muerte al comunismo y a representantes de uno de los partidos políticos en segunda vuelta. El texto de Twitter está acompañado de dos fotografías que representan el desfile de ataúdes desde la plaza central en Lucanamarca hasta su destino final en el cementerio.[1] Las mismas imágenes circulan en carteles luminosos colocados en algunos lugares de Lima y en otras ciudades del país. ¿Por qué invocar a unos muertos y no a otros? ¿Por qué desear la muerte del otro? ¿Qué sucedería si en vez de estas imágenes de Lucanamarca se colocaran las de familiares de grupos de otros sectores sociales? ¿No saldrían acaso a reclamar por esa utilización de sus difuntos?

En esta segunda vuelta electoral los muertos parecen tener una presencia viva en los medios y en las redes sociales. Sus diversas invocaciones pueblan las noticias. Hace pocos días dieciséis personas fueron asesinadas en Vizcatán. No hay todavía una información concluyente sobre qué ha sucedido o quiénes son los responsables. Autoridades locales y organizaciones indígenas de la zona exigen una investigación seria sobre esos atroces eventos. Pero desde la capital somos testigos de un uso vil de la información por parte de ciertos políticos. A la práctica de comer carne de cadáveres se le llama necrofagia. Cual aves carroñeras, intentan tomar por asalto el lenguaje de la democracia; se reclaman democráticos cuando apoyan a una de las candidaturas en esta contienda electoral con métodos coercitivos, colocan insinuaciones ahí donde no hay información, suben fotografías de los cadáveres en redes sociales sin ningún reparo ético o consideración por sus familias.

En su último libro Nuevo coronavirus y buen gobierno, Edilberto Jiménez (Lima, IEP, 2021), coloca una pancarta en la que se lee “¡Esto no es un país, es una fosa común con himno nacional!” (p. 229). El virus, imperceptible como es, deja un rastro muy grande de desigualdad, desnuda procesos sociales truncos, desviste la inequidad. A los muertos del periodo del conflicto (1980-2000) que siguen buscando justicia y verdad, se añaden ahora los que vinieron en estos años en tantos conflictos sociales incluyendo los del año pasado, y a estos es necesario sumar los que nos deja el coronavirus –180,764 fallecidos entre marzo de 2020 y el 22 de mayo de 2021, según ha presentado la Presidencia del Consejo de Ministros.

Los muertos tienen la capacidad de introducir nuevos elementos en la historia. Sucedió ya durante el proceso judicial del Caso Cabitos 83, cuando se comprobó el uso de hornos para la desaparición de personas, lo cual mostraba que sí hubo crímenes de lesa humanidad y un uso político de tecnologías de violencia por las fuerzas armadas. Los muertos dejan huellas y rastros, no nos abandonan del todo. Basta que quede un familiar, que quede un sobreviviente, para que cambie el sentido de la historia y comience su propia búsqueda de verdad y justicia. Ahondar en el uso de los muertos, pedir la muerte de un adversario o invocar muertos ajenos para sacar provecho político es ensanchar el descrédito y la desconfianza que ya se tiene hacia instituciones políticas, hacia los propios políticos, hacia los medios y ese es un camino peligrosísimo hacia el autoritarismo.


(Artículo publicado originalmente en https://idehpucp.pucp.edu.pe/)