Las imágenes en redes sociales mostraban a grupos de jóvenes lanzando al aire fuegos artificiales a la vez que se oían gritos cuando caían las bombas lacrimógenas.  Los punteros láser dibujaban una escena escalofriante de una ficción que se vivía en carne propia. La primera línea compuesta por las brigadas feministas con desactivadoras y desactivadores de bombas lacrimógenas y las brigadas de primeros auxilio, quienes dieron apoyo importante a los manifestantes. “Nunca más sin nosotras” era uno de los lemas de las brigadas feministas de desactivadoras de bombas lacrimógenas. Los otaku, skaters, armys, k-poppers, tiktokers, las tamboreras y los tamboreros de siempre también estaban ahí. Barristas de equipos de fútbol de distintas edades avanzaban. Nuestra ciudad, nuestras ciudades se convirtieron en campos de batalla. 

Eran grandes protestas descentralizadas, una ocupación de las ciudades distinta a cualquier otra gran manifestación ocurrida en el país. Algunas voces más conservadoras reclamaban una organización, cabezas, dirigentes. Pero, surgían más bien llamados de colectivos en distintas plataformas y recursos multimediales. La tecnología de la mano con la ciudadanía para cuidar y también para convocar y activar. Usada de muchas maneras como en las intervenciones audiovisuales en edificios y fachadas, o en el diseño de las rutas que tomarían las distintas marchas. Ya no había solamente un solo itinerario de marcha, sino que los frentes y caminos se abrieron como también fueron las formas de ejercer el derecho a protestar, cada quien desde donde estuviera y con lo que tuviera a mano. 
Hemos visto que las calles se convirtieron en encuentros de experiencias intergeneracionales de marchas y protestas y también trajeron su propia novedad y una manera distinta de hacer política; de no correr hacia un campo ideológico sino de pedir un cambio estructural del pacto social que sostiene (¿realmente?) al país. He acompañado las marchas y he seguido también con atención y debo decir con intensa curiosidad muchas de sus distintas manifestaciones culturales y políticas. Al mismo tiempo que leía declaraciones de analistas que prontamente volteaban su atención a mirar la calle. Como muchas y muchos me llamaba la atención que aquellos que atropelladamente durante los últimos años y semanas escribieron columnas, organizaron seminarios, dieron declaraciones o entrevistas sobre alianzas y consensos de centroderecha, que pensaron que el fujimorismo podía reinventarse o que este era, digámoslo, cualquier estallido más de esos comunes que suceden en nuestro país, de repente se detenían a ver esa política de la calle. Es que esa forma de hacer política no está anclada en partidos y hace tiempo viene dándose. Hoy se movilizó una generación menor, que usó todos sus recursos y creatividad y que dijo –con total control del sentido del término– “te metiste con la generación equivocada”. 
Parafraseando a Enzo Traverso, diría que terminamos una guerra sin elaborar debate alguno sobre el pasado. El crecimiento económico dio luz verde para sumergir el pasado reciente en el recinto del secreto familiar (a voces) pero incómodo sobre el cual no se quiere decir nada. Y miren las consecuencias que tenerlo bajo el tapete trajo, que una vez más las mismas prácticas (secuestros, asesinatos y desaparición forzada) se reproduzcan. Además, etnocéntricos y, muchas veces también, endogámicos dejamos de mirar lo que ocurría en esos lugares donde la violencia policial prefirió cuidar intereses de empresas extranjeras o grandes fortunas y no la de miles de ciudadanas y ciudadanos que recibieron perdigones a lo largo de estos años. Hay conexiones que de repente dejaron de hacerse por los análisis más del momento. Y esas conexiones también nos pasan factura como son 200 años de una larga historia de desacuerdos, de proyectos inacabados y graves omisiones como la de los pueblos indígenas y la Amazonía. ¿No bastó acaso una pandemia para hacernos notar la desigualdad y la manera lacerante como funciona y opera en términos de quienes más la padecieron y fallecieron? 
Hay pedidos históricos en estas demandas ciudadanas que merecen atención y que no quedan solamente en una vacancia o en el cambio de un usurpador. Por eso me preocupa enormemente que se intente encapsular el momento a través de una etiqueta, que esta se comercialice y luego banalice. Creo que es difícil contener esa ebullición que bien merece –como un volcán que lanza humos– permanecer así. Sí, pues, perdimos los marcos analíticos de pensar en términos de partidos o estructuras para ante nuestros ojos ver esa efervescencia que es la política no solo desde abajo, sino desde los menores de edad. Puedo poner un ejemplo más cotidiano y que la pandemia también lo hizo, una vez más, evidente: la informalidad de vivir el día a día o bajo contratos de trabajo que deben renovarse cada dos o tres meses. Traduzcamos esa desestabilidad laboral a una desestabilidad estructural que clama en convertirse en materia de discusión política. 
Quizás sea tiempo de comenzar a narrar, como diría Hannah Arendt (en Responsabilidad y juicio y en La pluralidad del mundo). Narrar no es solo describir de forma distante y objetiva, narrar es sobre todo intentar digerir. Digerir es un proceso más lento, que toma su tiempo y quizás por eso, es menos llamativo. Narrar exige también ser responsables como intelectuales públicos. La responsabilidad es un concepto importante de la teoría política que necesitamos recuperar en nuestro quehacer ya que implica hacerse cargo del mundo, asumir que no podemos seguir con anteojeras analíticas ni posturas bajo las cuales tiramos de aquí o allá nuestros argumentos para mostrar que encajan con aquello que decimos. Hoy más que nunca hay compromisos que no podemos desatender y que requieren no solo atención sino también reflexión profunda. Lo que hemos vivido no es un evento aislado. Es un acontecimiento que tiene hondas ramas en procesos históricos que arrastramos como sociedad y que ameritan una discusión desde abajo. 

 

(Fotos: Patricio Lagos / LaMula.pe)